sábado, 18 de diciembre de 2010

EL OTRO LADO

En este lugar el hambre se respira, se toca, se siente en los huesos. Aquí, la pobreza no es un dato estadístico, ni el punto de apoyo de un ensayo sociológico; aquí, la miseria simplemente es.

El barro, la basura y las casillas de madera y chapa, son el paisaje por el cual Pichín, así le dicen sus amigos, transita su infancia. Tiene nueve años, pero por su contextura física parece más chico. El pelo negro, grasiento, le tapa los ojos. Viste la ropa que seguramente usó durante toda la semana, sus pies descalzos se acomodan entre las piedras de la calle. Su mirada es extraña, destila inocencia, timidez, desconfianza, pero también, a pesar de su corta edad, una especie de sabiduría. Toma un cigarrillo, lo prende y con gestos de avezado fumador pone las condiciones de la conversación: “si yo hablo con vos, que me das”.

Viven en villa “Garrote” desde que nació. El barrio amurallado por el olvido se encuentra entre en el límite entre el partido de Tigre y San Fernando, donde, otrora, funcionaba el Puerto que capitalizaba la economía de la zona y donde pululaban prostíbulos que en tiempos de esplendor gozaban de cierta fama.

Su casa es de madera, carcomida por la furia del tiempo, es pequeña y alberga a su familia: su madre y sus cinco hermanos. “Yo, laburo desde los seis años”, cuenta, con aire ufano; pero, él sabe que su trabajo es compensado, si con un par de monedas, logra que la paliza no sea tan brava. Pichín se levanta temprano y con su carrito desfila por las calles en busca de cartón papel y latas de gaseosa. Recorre treinta o cuarenta cuadras por día para conseguir los ansiados tres pesos, logrados por la venta de “todo lo que entra en el carrito”. “Con esta guita mi vieja compra grasa y harina”, dice Pichín. El sustento de la familia se basa en la preparación de tortillas que luego venden en la zona. “A veces no tenemos para comer, ni tortillas. A mí me jode porque mis hermanitas lloran”, se lamenta el niño, las palabras le duelen en la boca.

El chico hurga en sus bolsillos en busca de otro cigarrillo. Se sienta en el suelo, escupe y explica: “desde que mi hermano está guardado, yo traigo la guita a mi casa”. Su hermano, Darío, de 22 años hace ocho meses que está preso en la cárcel de Olmos por intento de robo al correo de Tigre. “La noche que se lo llevaron estabamos todos durmiendo. La yuta tiró la puerta y se lo llevó de los pelos. Yo cagué a patadas a un policía”, dice con odio, el resentimiento le florece en los ojos. Su destino parece marcado y no oculta la admiración por su hermano mayor: “cuando sea más grande quiero ser como el Darío, tiene unos huevos así de grande”. El hermano pertenecía a una banda de marginales que se hacen llamar Los Flacos. Este grupo de delincuentes es conocido en la zona por los estragos que han cometido; muchos arguyen que están apañados por la policía, ya sea por temor, o por negocios en común. “A mí los pibes me quieren, me dan cerveza, me hacen fumar”, se pavonea el niño. Semanalmente este grupo pasa por las casas del barrio para cobrar una cuota de diez pesos a cambio de “seguridad y protección”. Aquellos que se niegan a pagar sufren las consecuencias: “mi vecina, la Elma, no quiso pagar. Una noche entraron y le hicieron de todo”.

Por las noches su vida transcurre en los trenes. Recorre el trayecto de Tigre a Retiro una y otra vez, pidiendo monedas, o algo que comer. Desde las ocho de la noche hasta que el último tren transita su recorrido, Pichín gasta sus pies por los andenes y vagones, tal vez con la idea de que la suerte aparecerá en sus próximos pasos. Amigos de guardas, vendedores ambulantes y demás personajes de la noche, este chico se siente el dueño del lugar.

Quizás, el futuro, o eso que llamamos esperanza, acuda a su encuentro y lo salve de su destino, de lo que se ve será su vida. Tal vez, le quede la inocencia que aún conserva, sutil pero presente. Su hambre, su pobreza, su ignorancia, dejarán la huella en su rostro, en su alma. Él no sabe de políticas, ni de ideologías, no sabe si mañana su estomago recibirá alimento, tampoco sabe quien lo ayudará a luchar; él sobrevive, aún.

Pablo Méndez

2 comentarios:

María Daniela Lescano dijo...

No quisiera ser derrotista, pero lamentablemente no hay esperanza para estos dramas sociales. En gran parte, porque los decisores -que podrían hacer algo constructivo- eligen seguir humillándolos con la dádiva infame, haciendo más grande su resentimiento, minando lo que pudo haber sido la cultura del trabajo y la educación. Ya desde el comienzo no saben lo que es el amor, la contención afectiva, y por ende, no conocen los límites, las normas: en fin, lo necesario para vivir en una sociedad sana. Por eso no saben apreciar la vida, ni siquiera la propia. En todo momento están siguiendo los impulsos tanáticos, que es lo único con lo que cuentan. Es monstruoso, aberrante, pero es así.

Carla Valicenti dijo...

Excelente texto Pablo, describiendo los dolores más profundos de nuestra sociedad.