viernes, 9 de enero de 2009

“Las palabras son mas peligrosas de lo que pensaba”

(Breve entrevista ficcional a una de las voces más oscuras de la poesía argentina: Alejandra Pizarnik. Un relato atemporal que husmea en la cotideaneidad de una mujer que se aisló en la incertidumbre de la poesía/vida)

Bajo del colectivo y encaro hacia la calle Montevideo, busco la altura con impaciencia pero a la vez con nerviosismo. Una de esas voces anónimas que muchas veces se descarta, llamó hoy a la redacción, y un dato que pudiera ser pueril por su inconsistencia, llamó mi atención: Alejandra Pizarnik, luego de estar cinco meses enclaustrada en el Hospital Pirovano, se encuentra en su casa solo por el fin de semana. Los rumores fueron varios (intentos de suicidio, depresiones), seguramente todos falsos, pero en ellos recae la intención de mi entrevista. Es una de las voces poéticas más potentes de los últimos años, y las versiones que la ubicarían como una artista maldita se diluirían en la verdad de su testimonio. Miro mi agenda para confirmar la altura del edificio e involuntariamente me doy cuenta de la fecha, 25 de septiembre, hace cuatro días que comenzó la primavera, y pienso, con el humor negro que me caracteriza, “Tendría que estar prohibido suicidarse en primavera. Alejandra no sería tan obvia.” Sonrío torpemente.

Toco el portero del departamento C del séptimo piso, y espero sin mucha confianza una respuesta. Luego de un par de minutos una voz grave me contesta. Ya en la escaleras (le tengo miedo a los ascensores) ensayo un par de preguntas en mi cabeza, no tenía ningún cuestionario preparado. Debo advertir que solo conozco a Pizarnik por fotos. Me abre la puerta una mujer con un cuerpo diminuto casi de niña, demasiado flaca para ser una mujer adulta. El pelo corto y algunos rasgos endurecidos la muestran con un aire masculino. Esta vestida con un pantalón que le va muy grande y con un pulóver de hilo demasiado usado. Tiene los pies descalzos. Me extiende la mano y en los dedos frágiles que trato de no romper, no puedo dejar de notar marcas que parecen dientes. Me hace pasar y sin decir una palabra me señala el sillón. Me siento con la soberbia de haber conseguido algo que muchos buscaban.

-¿Quisiera saber en que estás trabajando en este momento?

Me mira de forma penetrante, con los ojos extraviados, como si no entendiera la pregunta.

-Ya no me dedico más a la escritura, he abandonado todo plan literario. Sé que escribo bien, y eso es todo, las palabras son más peligrosas de lo que pensaba. -Tal vez los últimos libros de prosa que has publicado han desorientado a la crítica. -Nadie sabe que fue lo que quise decir con La condesa sangrienta… (levanta su pulóver y me muestra algunas heridas que hay en su muñeca) esto lo hago porque estoy aburrida (se ríe), lo hago para jugar.

El clima se enrarece, trato de pensar en alguna pregunta que la distienda, pero ella continuo sumida en algún objeto de la casa que no logro visualizar, casi no parpadea.

-Has estado alejada del ambiente… -He estado alejada, pero lamentablemente siempre estoy, soy, ser-estar, esos verbos ya me disgustan, están muy usados ya…

Pido permiso para ir al baño, como no encuentro respuesta de su parte me levanto y lo busco por mi cuenta. En el recorrido solo veo cosas que enturbian la realidad de cualquier persona: muñecas maquilladas en una ronda como espectadoras de algo posible, un pizarrón con la leyenda “No quiero ir nada más que hasta el fondo.” Entro al baño, me mojo la cara y me sorprendo de la cantidad de frasquitos con pastillas que hay sobre el piso. Me doy cuenta de que no voy a conseguir nada de esa entrevista y allí en entre la blancura, un inodoro y frasquitos de pastillas decido retirarme.

Varias cosas cruzan mis pensamientos: ciertas advertencias, algunas consideraciones morales, fastidio por no conseguir lo anhelado. Prendo un cigarrillo y con corrosiva decisión me digo a mi mismo en el espejo del ascensor “Algunas cosas solo tienen que dejarse llevar hasta el fondo".

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